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1.1.15

208 - Aurelio el limpio



https://www.youtube.com/watch?v=WIjWaulrLjs


Después de la guerra. Después de los muertos y los tullidos. Saliendo del hambre y la miseria. Con los odios a flor de piel. El odio de los vencedores.

Una aldea perdida en las montañas.

Aurelio.

Malas comunicaciones. Desde la capital más cercana… primero el tren, el lento y traqueteante tren de madera. Luego, el autobús local de nombre tan rimbombante. La Conveniencia. Por fin, media hora andando entre caminos, atajos y veredas, que atravesaban bosques y claros.

Aurelio.

Pocos habitantes salían o entraban en la pequeña aldea. Para acceder a la misma… aquellas andaduras a través del bosque que, refrescantes en verano, te permitían disimular la dureza de la ascensión del camino, pero se tornaban tristes y húmedas en los cortos días del invierno.

Antes de llegar, el tren serpenteaba el río de los furtivos y le devolvía, en algodones de vapor, el agua abajo hurtada. Robles y castaños se vestían de gala en otoño y tapaban, con sus hojas, los cepos de otros furtivos. El autobús dibujaba líneas onduladas cosiendo la montaña, líneas como aquellas que Doña Enriqueta, mandaba dibujar en el pizarrín rajado en las esquinas.

Aurelio.

Lejos, mientras desvencijadas botas protestaban por los guijarros del sendero, humo de leña seca pintaba nubes en el cielo verde por el destello de las altas praderías. Caballos semisalvajes corrían al trote, emulando a aquellos otros que jamás verían en la sábana blanca de luz propia. Besos robados y tiros, en 36 milímetros de celuloide.

Aurelio. De edad imprecisa. Tal vez 58. Tal vez 68. Imposible de calcular.

Paquita, la coja, sacaba el vino verde, recién ordeñado y turbio. Vino arañado a las laderas. Y una ristra de chorizos por ella enhebrada... y una hogaza de pan hecha por la abuela. Corteza dura para afilar cuchillos y roer parsimoniosamente. El viajero ocasional… merendaba. Mientras, oía lo que se contaba.

Aurelio vivía con una familia completa. Un matrimonio con sus cuatro hijos, los abuelos, y aquel hermano deficiente de Paquita, la coja, que ellos decían era subnormal. No sabían que ya no se decía subnormal.

Aurelio y esos nueve no formaban una decena.

Todavía quedaba más, montaña arriba de aquellas humildes casas. Mirando hacia arriba, hacia el reino del buitre, conocían todo lo necesario para organizar el día. Unas primeras nieves solicitaban la revisión del leñero (la leñera decía Aurelio… cuando hablaba, que casi no hablaba)

Nadie sabe cómo llegó a aquella aldea. Ni siquiera su adoptiva familia podía recordar cuándo había entrado en su existencia. Tampoco él lo sabía.

La cuadra

La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. Allí estaban aquellas nueve vacas. La Amarela, la Parda, la Canela, la África, la Ceniza, la Rubia, la Aurora, la Esmeralda y, por fin, la Margarita. Todas ellas, las nueve, atendían por su nombre y con ellas no era necesaria la aguijada, aquel palo con un clavo en la punta para azuzarlas. ¿Azuzar a esas preciosas vacas con nombres tan evidentes? La África tomó su nombre de una sobrina del abuelo, llamada América, fruto de la emigración. Así era él, que se callaba que la Margarita venía de una antigua novia que tuvo cuando hacía el servicio militar en Melilla.

La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. De aquellas nueve criaturas, dependía el sustento de otras nueve criaturas, dejadas de la mano de Dios. Allí se ordeñaba, allí se parían los terneros que supondrían un ingreso extraordinario en tan mermada economía. Allí vivían los futuros chorizos y morcillas…

La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. Allí, en el rincón del fondo, a la derecha, debían dejar su tributo todos los miembros de la familia. No sabían de las comodidades de las ciudades pero, al fin y al cabo, no tenía que salir a hacerlo bajo las inclemencias del tiempo, en los días duros.

La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. Allí vivía, en esa cuadra, Aurelio. Al fondo. A la izquierda, al lado de la pareja de sonrosados cerdos con fecha fija de caducidad. Sonrosados que no sabían de la función de aquellas ramas secas, de arbustos seleccionados, que pronto habrían de quemar su piel.

Aurelio no hablaba. Por las mañanas, salía de la cuadra y se sentaba frente a la casa en un banco de piedra de granito cara al sol… los días que no llovía. Pronto, la abuela le acercaba un tazón desportillado de sopas de pan sobrante con leche entera, sin colar siquiera. Lo tomaba con calma. Dejaba el tazón y la cuchara de aluminio sobre la piedra y se marchaba. Y si llovía, se sentaba en otro banco de granito bajo la balconada del este, por donde no venía el agua.

Niños harapientos y niñas remendadas, limpios de ropas limpias por el clareo del sol sobre la hierba del río cercano, se encaminaban hacia la escuela. En aquella primera planta, suelo de castaño y grandes grietas que permitían divisar la calefacción animal, proporcionada por otra cuadra, recitaban la tabla del siete, los ríos de España, y las letanías de Nuestra Señora. Aurelio lo sabía y echaba miradas huidizas. Al salir de la escuela, y puntualmente, se asomaban a la gran pradera desde donde podían ver, al otro lado del valle, una ascendente carretera de barro. Iba a pasar el coche de línea y podrían ver algo del polvo que levantaba, oír un lejano ronroneo y, con mucha suerte, el sonido de una aguda bocina. Era un ritual a cumplir todos los jueves, jueves de La Conveniencia.

Tañe la campana. Toque de muerto. Seis. Una mujer. Se supone que Aurelio lo oye desde algún lugar. No. Aurelio no entra en la iglesia. Nadie recuerda haberlo visto nunca allí. Don Jacinto, tan puntilloso él, jamás se atrevió a decirle nada. Él, que jamás permitió que nadie moviera una azada, una pala de pinchos, una carreta de bueyes… en el día del Señor, aunque se perdiera la cosecha por el granizo, la tormenta, el viento huracanado… Él, jamás le dijo nada.

Se decía que Aurelio se perdía en el bosque de hayas, en el gran hayedo del noroeste y que allí hablaba con deidades extrañas. Nadie lo encontró nunca en el bosque. Ni en ningún otro lugar.

No aparecía por el banco de granito hasta después de la hora de comer. Se sentaba y esperaba. Siempre había alguien que le ofrecía una calada de negro tabaco, cuando no… un cigarro completo, liado con los restos de las apuradas colillas. Jamás dijo gracias.

Con la caída de sol y con otro tazón de leche con sopas que le ofrecía la abuela, se retiraba al fondo de la cuadra, no sin antes haber comprobado que todos los miembros de la familia habían pasado por el otro rincón, al fondo a la derecha. Entonces, se tumbaba en su cama, de hierba seca apelmazada por el paso de su historia.

Una bombilla de 25 watios, cuando estaba encendida, alumbraba su existencia. Un ventanuco mínimo, le anunciaba la salida del sol.

Ninguno de los cuatro hijos de aquella familia adoptiva habló con él. Sólo le sonreían. Ninguno de los niños del pueblo habló con él. Sólo le sonreían. Ninguno de los niños se rió de él, ni le tiró una piedra como hacían con otros. Ninguno de los perros del pueblo le ladró (los perros no le olían). Ni los perros de los cazadores, que ocasionalmente paraban en una tienda-bar cercana (no le olían). Tampoco la Guardia Civil hizo pregunta alguna sobre él. Todo el mundo le conocía. Más tarde, todo el mundo supo que no le conocía.

Un día, cuando la abuela salió con el tazón de leche, Aurelio no estaba. Ella dejó el tazón sobre el granito y se fue a hacer mantequilla con la nata recogida, durante varios días, de la leche de las vacas, de las vacas preñadas. Batió y batió. Lavó. Y en un trapo envolvió… Tendría para algunos días. No muchos, que a todos les gustaba en una rebanada de pan con algo de azúcar. Y un poco guardaría para introducir en unas manzanas, a asar pronto.

El tazón tenía la leche ya fría. Unas moscas recorrían el filo de la desportillada taza asomándose curiosas a ambos lados de su precipicio. Una tropilla de niños regresaba de la escuela. Les había hablado de los moros y Don Rodrigo. Y de Viriato. Y de Bellido Dolfos. Y de un Caudillo valiente con un manto de armiño y espada en las manos… Y de que Don Jacinto les esperaba por la tarde para algo del Purgatorio y del Limbo (del Cielo y del Infierno les había hablado el jueves anterior)

Comentó, con su hija, algo acerca de Aurelio. Ambas pensaron que estaría en el hayedo, con las hojas ahora amarillo rojizas contrastando con el intenso verde de tejos y acebos.

Encontraron a Aurelio sobre su cama de paja. Tendido sobre su espalda, con las manos sobre el pecho, sus dedos entrelazados y con los pulgares apuntando hacia sus ojos, ojos que despedían una luz especial. Una sonrisa incipiente que podría adelantar una gran carcajada.

No hubo gran sorpresa. Muchos dijeron que ya era muy mayor. Otros, con misericordia, dijeron que para vivir tal como vivía había tenido mucha suerte yéndose así, en paz (lo que les parecía). Otros más, comenzaron a hacerse preguntas acerca de su origen y su pasado, preguntas para las que no hubo respuesta alguna.

En la casa, sí hubo algo de revuelo. Después de tantos años compartiendo la cuadra, las deyecciones de las vacas y humanas, las moscas y el olor, los dos tazones de leche diarios… se preguntaban si Aurelio era un miembro de la familia.

Sí. Hubo consenso. Lo era.

Los dos hombres de la casa llevaron su cuerpo a la mejor habitación que tenían y lo depositaron sobre la cama que, previamente, habían cubierto con unos cortinajes.

Las dos mujeres de la casa le desnudaron para proceder a arreglarlo un poco y hacerlo más presentable a las visitas de todos los convecinos. La sorpresa fue tremenda.

Desnudo, tal como vino al mundo, observaron su blanca piel, blanca hasta el extremo de emular a las nieves de Guijarrón, el pico que presidía el pueblo. No solamente eso. Después de tantos años viviendo en la cuadra, su cuerpo no olía. Olía a… ¡nada! Los perros no le olían. Ahora lo entendían. Por otra parte, su ropa, andrajosa, estaba absolutamente limpia. Al tratar de peinarlo, su lacia negro azabache cabellera… estaba ¡limpia!, no había liendres o piojos como algunas veces tenían ellas y los niños. Otro tanto pasaba con su larga barba que, ¿quién se la cortaba? Observaban, ahora, que tenía siempre el mismo tamaño.

Aurelio, sobre la cama, estaba separado por una puerta de doble hoja, con cristales translúcidos, del comedor de la casa donde, ahora, estaban muchos convecinos tomando unas viandas y conversando sobre el muerto. Era una conversación simple, ya que todos estaban de común acuerdo en que no sabían nada de él.

Los niños del pueblo habían subido a los aledaños de El Guijarrón, desde donde se podía ver el mar en los días claros. Y ese día, era un día especialmente claro.

Don Jacinto, mandó tañer la campana… con el tañido propio de un hombre.












Podría acontecer, y acontece, que esta historia esté basada en hechos reales.


Las localizaciones pudieran estar en cualquier pueblo de montaña


de Cantabria, Asturias o Galicia.


Es probable que algunos de los personajes todavía vivan





///Post 208 OVNM202/081127 - Aurelio el limpio
///fotos: 1/ A los pies de Cucayo - 2/ Subida a Tresviso
///fotos: 3/4 Ventana y Tejado en Cucayo (Todas en Cantabria)
///música: Thomas Newman - Any other name (Cualquier otro nombre)
///English version: Aurelio the Clean

11.7.08

180 - Cayuco de cristal

.
*


Es una historia mínima, de esa clase de historias que no pueden interesar a nadie.

Al parecer, el individuo había estado trabajando duro, desde hacía ya bastantes años.

Tenía la ilusión de hacer un cayuco de cristal... y lo consiguió. Invirtió todo su tiempo, y sus ahorros también, en diseñarlo. Muchos años de ahorros. Sí. Habría de ser algo especial para el gran proyecto que albergaba. El caso es que lo consiguió. Consiguió tener su cayuco de cristal.

Tenía ese individuo muchos contactos en África. Precisamente allí se había desarrollado una técnica especializada en la fabricación de esas frágiles embarcaciones... pero ninguno de cristal, que era algo impensable ni siquiera dentro del mundo de los sueños. Para soñar hay que tener referentes reales sobre los que construir sueños. Ellos, los de ese continente, tenían muchos recursos, pero ninguno real, o al menos, sobre los que se pudiera fabricar un sueño de esa clase.

El individuo, al que llamaré Nelson, por ejemplo, tenía contactos y supongo que ellos fueron los que, con un complejo entramado de síntesis animista y sincretismo religioso consiguieron que, a una invitación de Nelson, personalidades muy importantes del mundo que dispone de recursos con los que construir sueños, respondieran afirmativamente a la invitación que le hacía, invitación en la que les proponía un singular viaje. Obvio parece que ese viaje habría de realizarse en el asombroso cayuco de cristal.

Y llegó el deseado día de Nelson. Los tenía a todos en la playa. El de Francia, el de España, el de la Gran Bretaña, el de Italia, la de Alemania... así, una nómina de altos cargos que creen regir los destinos de los hombres. Gente sin un nombre decente pero fácilmente reconocibles dentro de los medios de comunicación. Reconocibles, pensaba Nelson, pero no conocibles, por lo desfigurado de sus almas.

Sentados todos en el suelo, sin protestar, tomándose el viaje como un juego, pensando en la gran cantidad de pececitos de colores y corales que podrían divisar, esos hombres, una mujer también, señores de todas las cosas, disfrutaban de lo que parecía un viaje prometedor. Estaba claro que todos los magos africanos ejercían bien su poder a distancia ya que nadie objetó nada... en ningún momento.

Fue un viaje singular. El suelo transparente les dejó ver la realidad de aquél océano. No había pececitos ni corales. Cadáveres y más cadáveres nadaban bajo sus pies. Yo prefiero no describir su estado exacto. Los detalles, quiero decir. Ojos bien abiertos les hablaban al conjunto de hombres que pasarían a los libros de historia. Ojos acusadores, con lágrimas para salar el mar. Sí. Ya sé que eso ya lo escribí otra vez, que hay lágrimas que son las que salan los mares que conocemos. Es una realidad que me gusta recordar.

El techo transparente del cayuco, y es que ahora estaba sumergido, le permitía divisar manos, manos moviéndose libremente señalando destinos utópicos. Vientres con su fruto marchito. Pies tratando de correr por desiertos de agua. Agua dentro de agua. Mentes licuadas y desvanecida en el aire de los sueños perdidos.

Recorrieron las costas. La africana, la europea... las costas. Y más cadáveres. Muertos. Cadáveres muertos sin fecha de caducidad.


Cuando se acabó el viaje, Nelson los despidió educadamente. No les dijo nada. Nada acerca del gran esfuerzo que había realizado en ofrecerles, con ese viaje, el regalo de su vida. No les pidió nada. Le regaló otra sonrisa.

Se fueron todos a sus transcendentales ocupaciones. Unos tenían que firmar un no sé qué para regular a los emigrantes. Para impedirles no sé qué. Para evitar no sé qué.
Otros tenían comprometida una gran comida, diecinueve platos, les habían dicho, con el de los Estados Unidos, el de Rusia, el de Japón... y así la alta nómina de esos que...
*
¿debiera poder la ira a la pena?



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180·OVNM059·080711 · Cayuco de cristal ©2008  
402071227-001-Santander-La Magdalena-w ©2007
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 English version - OVNM International
La Mirada Ausente - Cayucos azul y rojo

6.7.08

177 - La niña del Ariège

ñ




¿La negrita? ¿Debiera decir la niña de color?

Hacía calor. Bastante calor. Tarascón, al sur de Francia, a los pies de los Pirineos. Un café con hielo sobre la mesa. Jugueteo con la cámara fotográfica. Cruce de miradas. Miradas cómplices.

Ella juega a esconder la mirada deseando ser fotografiada. Yo juego a romper mi tradición de no fotografiar personas. Sí. Me cuesta mucho trabajo robarles un pedazo de su alma mortal... y que me lo roben.

Está sola. O lo parece. Tal vez aquél, el que está a unos doce metros apoyado indolentemente en una pared sea su hermano mayor... ¿o su padre? Atiende a la escena. No le da importancia. Tal vez sea un espíritu libre.

Solo son dos disparos. Dos guiños. Dos pequeños hurtos... que ella desea.
Ni una palabra. Sería imposible e innecesario. No nos entenderíamos con sonidos, solo con miradas, como lo estábamos haciendo.

¿Podría hacerlo? Lo he hecho. Ahora pienso en si acaso podría hacerlo. ¿Puede un mayor tener miradas cómplices y puras con una niña? ¿Sería esa niña acusada de provocadora, buscadora? ¿Y él? Yo. ¿Un pervertido corruptor de menores?

¿Llegará el día en el que no podamos acariciar a nuestros hijos? ¿Estaremos tan podridos que seremos siempre sospechosos?

No sé si me están mirando pero me gustaría estar mirando a aquella negrita de aquella manera. ¿Debiera decir la niña de color? No sabía que las personas tuviéramos color. Tanto lenguaje políticamente correcto está haciendo estúpido mi pensamiento, o al menos, algo más de lo que podría ser.

Colores. ¿Cuántos colores existen? Creo que en el hombre sin pixelar solo hay un color. El invisible, al que se accede con el conocimiento. Lo demás, apariencias vanas que se desvanecen con la oscuridad en tanto que la invisibilidad continua.

Las aguas frías de los Pirineos, que trae el río Ariège, desean refrescar el ambiente. Una señora pasa en una antigua bicicleta... tan antigua como ella. Un Renault 8 mira entretenido lo que sucede. No se conserva mal, pese a su edad. Una pandilla de quinceañeras esperan, llenas de teléfonos móviles, la llegada de alguien más. Unos patos, posiblemente porrones moñudos, ensayan aterrizajes en las aguas del Ariège en tanto que una pareja se fotografía con el castillo al fondo. La negrita sigue sentada. Parece pedirme una sesión fotográfica más larga. Le digo, con la lengua de las sinpalabras, que dos fotos son suficientes.

Más tarde, en otro lugar de la villa, mientras paseo, me la vuelvo a encontrar. Nuestras miradas son las de dos amigos de toda la vida. Le digo adiós, que tengo que irme a subir a un pico. Me replica, llévame contigo. Claro respondo, te llevaré en el bolsillo de la camisa, alto para que puedas ver mejor, desde el pico, parte de Francia, parte de España, y apretando los ojos, toda África entera.

Sonríe.
.
///177 OVNM 056/080706 - La niña del Ariège
///foto: 080620-P1000032- La niña del Ariège - Tarascón Francia
///música: Driss el Maloumi - Enfance


2.7.08

176 - El Perfume

*


Historia real con un pequeño toque de fantasía



Íbamos alrededor de cincuenta en el autobús. En cada parada, alguien se bajaba y alguien subía. La renovación de los pasajeros era continua y el autobús seguía siendo el mismo, como el río, aunque sus aguas se renueven a cada instante (algo así me contaron en el colegio hace años, cuando jugaba con las canicas).

En realidad, a lo largo del recorrido, el autobús tenía tres elementos fijos a saber: el conductor, yo y el señor aquél de la gabardina desgastada por los bajos, que llevaba el periódico del día perfectamente doblado, y sin hojear todavía (tal vez hubiera ojeado la primera página cuando lo compró). Esos tres elementos fijos le daban al autobús todo su sentido, su existencia.

El señor de la gabardina miraba absorto las imágenes que desfilaban por su ventanilla, sin curiosear acerca de los otros pasajeros como lo estaba haciendo yo.

Se detuvo el autobús. Bajaron unos, subieron otros. Varias veces más se paró y varias veces más bajaron unos y subieron otros (pensé en el río y sus aguas)

Se detuvo el autobús. Esta vez, el lugar de la parada tenía sentido para nosotros. Se bajó él, primero, y yo tras él. Me detuve un poco a leer el estúpido letrero de letras rojas móviles que me informaban de la tardanza de los próximos autobuses y, sobre todo, de que era un panel en pruebas, algo que ya sabía dado que llevaba dos años diciéndome lo mismo. Mientras, el autobús se alejaba.

Eché a andar y enseguida me encontré detrás del hombre de la gabardina raída. Iba andando a un paso extremadamente lento. Por curiosidad, me acomodé a su paso. Íbamos los dos a un paso cada vez más lento por la calle vacía. Nos cruzamos con aquella joven que había salido de un portal, a unos 170 metros.

Dado que ya casi me resultaba imposible seguir su paso, cada vez más lento, aceleré el mío y me puse a su lado.

¿Le pasa algo?, le pregunté. ¿Se encuentra usted mal? Y sin darle tiempo a contestarme... ¿puedo ayudarle en alguna manera?

Se detuvo. No. Muchas gracias. No puede ayudarme ya que afortunadamente no me pasa nada. Bueno, pero sí, pasarme, sí que me pasa.

Le interrumpí un poco bruscamente, pero dígame ¿qué le pasa? ¿le ayudo?
No hombre. No es nada. Solamente que tengo que ir lo más despacio que pueda.
Eso ya lo veo. Perdone que sea curioso.
No se preocupe, me suele pasar muchas veces. Tengo que ir despacio para dar tiempo.
¿Tiempo? ¿Tiempo... a qué?

Joven, es usted muy curioso... aunque bienintencionado. Gracias por su amabilidad y, ya que insiste, le daré una explicación.

Mire, nos acabamos de cruzar con una joven, ¿no?. Bueno, no era tan joven, ya habrá pasado la mitad de su vida. ¿La ha visto? ¿La ha olido?

Yo me considero bastante observador, pero no me suelo fijar mucho. Además, iba distraído siguiendo al hombre de la gabardina raída. Así pues, le confesé que solamente había percibido un olor.

¡Ajá! Exclamó. ¡Lo ha notado! ¡Ha notado el olor! (Estaba excitado)

Sí, había notado un olor pero no entré en más detalles. No entendía de olores pero desde que disfruté de la película El Perfume, lo huelo todo… o casi.

El hombre de la gabardina raída seguía. Pues sí, yo vivo ahí mismo, y cuando desde la parada de autobús he visto salir a esa joven, que no le diré como se llama, he empezado a andar lo más lentamente posible. Mire usted, vivo en la misma casa, misma letra, la E, pero tres pisos más abajo que ella.

Ya, le dije, pero no le entiendo. No veo la relación entre la parada, la joven, el piso... no le entiendo.

Mire usted, lo primero a aclararle es que tengo una nariz privilegiada. ¿Ha oído usted hablar de Jean Baptiste Grenoulli? Pues como era él, soy yo. (En ese momento rememoré la película citada). Eso me lleva a percibir y clasificar en mundo en tres olores, los agradables, los desagradables y los neutros. Comprenderá usted que hay infinitos matices, pero efectos prácticos, lo dejo en tres.

Ya, le dije. Pues yo percibo más de tres.
Sí, me dijo él, casi todo el mundo percibe unos pocos más pero hagamos la prueba de la manzana.
¿Qué prueba? le dije rápido.
Pues la de la manzana. Váyase a una frutería, cómprese una manzana verde, y dígase a que huele. Haga esa prueba cada hora durante los próximos tres meses, y dígase cuántos matices distingue. Y si quiere, nos vemos aquí dentro de ese tiempo e intercambiamos pareceres. Ah, si la manzana es de pueblo, mejor. Notará más matices.
Esa prueba ¿la ha hecho usted?.
Claro, me dijo. Con toda clase de materia: viva, muerta e inerte.

Fui osado y encontré una respuesta inverosímil. Le espeté, ¿y usted? ¿cuántos percibe?

En condiciones normales, que dependen de mi estado físico y la situación atmosférica, especialmente presión y humedad, vengo a notar las transiciones en el olor con unos intervalos de entre 17 segundos y 17 minutos. Reconocerá que el vocabulario está muy limitado para expresar tantas sutilezas.

No me lo creía y él lo notó.
Mire usted. ¿Ha querido a alguien? ¿ha amado a alguien? Pues ahora trate de clasificar a todo su entorno conocido, incluso sin conocer, con solo esos dos verbos. No haga trampa, solo con querer y amar.

Tocado, me dije. Ahora lo veía claro. Tenía que salir del paso. Le dije ¿y que tiene que ver la joven de antes con esto?

Mi sensibilidad me hace deleitarme con las mejores fragancias pero, tiene una contrapartida. Si bien es cierto que he simplificado y he encuadrado a la mayoría de los olores como neutros, quedan algunos especialmente desagradables.
¿Y la joven? ¿Qué?
Pues ahí está la cuestión. La joven vive tres pisos más arriba que yo, en el décimo. Ahora, en cuanto acabe de hablar con usted, entraré en el portal – ya estábamos enfrente – cogeré el ascensor, y subiré siete pisos en esa celda de tortura.

¿Tortura?, dije.

Mire usted, parece no haber entendido nada. Esa joven utiliza un perfume de refritos, con nombre falsificado, fabricado en Shangai, en una pequeña nave cerca del aeropuerto. Por cierto ¿conoce el Ikea de Shangai?. Es una mezcla de restos de peluquerías del extremo oriente. Desde el portal, más fielmente, desde que nos cruzamos con ella, hasta la puerta de mi casa es un rastro imposible, rastro que en ascensor se vuelve asfixiante. Y mire usted, el ascensor, que es de los rápidos, tarda 71 segundos en llegar a mi piso. Subo conteniendo la respiración pero cuando salgo, y entro en mi casa, tengo todas las ropas impregnadas hasta el punto de tener que ducharme y cambiarme por completo.

Vaya problema, asentí cariacontecido. ¿Y que piensa hacer? Le dije suavemente mientras pensaba en que tenía que ver el Ikea de Shangai en esta conversación.

Nada. No puedo hacer casi nada. No tengo medios económicos para cambiarme de piso. Ella, por la edad, no creo que se case y cambie de vivienda. Sólo, y solo eso, el estudio detallado de sus hábitos, me permiten no coincidir con ella en el trayecto de casa a la parada del autobús y viceversa. Y hoy, precisamente hoy, he tenido otro enorme fallo de planificación. Bueno, al menos me ha permitido un rato de conversación con usted.

Gracias, dije yo también. Es agradable su conversación, y he aprendido mucho con usted acerca de olores. Por cierto, y yo, ¿cómo huelo?

Mire usted, permítame que no le conteste a esa pregunta. Buenos días.


*
176 - El Perfume - OVNM/080702/
fotografía: frascos de perfume
música: escuchas a Robert Rich & Steve Roach - Strata - Forever




29.5.08

174 - El hombre que desayunó un churro

*


¿Responden los títulos de las grandes obras de la literatura universal al contenido de las mismas?

En mi modesta opinión, no. No responden. Por otra parte, este juicio puede ser temerario ya que no está basado en la lectura de todas ellas.

Veamos algunos ejemplos que, aunque no necesariamente tengan que ser grandes obras literarias, los he seleccionado por que los he leído.

En “El principio de Peter”, Lawrence Peter desarrolla su célebre principio, con ingenio pero ¿cuál es el principio?. Cessare de Beccaria, en su obra “De los delitos y las penas” nos aporta una visión qué, desde el siglo XVII, conmueve el mundo de la justicia. No obstante, el título no indica nada acerca de los delitos de los que trata ni de las penas que se aplican. Entre nosotros, introduce el principio de proporcionalidad y eso es suficiente motivo para leer el libro, pero eso se sabe después.

Limbo” es un título que en sí no proporciona ninguna pista. Pero tampoco “1984” o “Un mundo feliz”. Los tres, Wolfe, Orwell y Huxley nos hablan de mundos a los que, en cierto modo ya hemos llegado. Que conste, lo sabemos por la lectura de las obras, no por el título. Ah, y ¿qué se me puede decir de “Utopía”? Tampoco Tomás Moro es muy claro en el título. ¿A qué utopía se refiere? Modestamente, sin ser Tomás Moro, yo convivo con muchas utopías. ¿Convivo o sobrevivo?

¿Dice algo “Walden Dos”?. No sé en que estaría pensando B.F. Skinner cuando escogió ese título. Bueno, sí lo sé. Pero juego con ventaja, antes había leído “Ciencia y conducta humana”, sobre conductismo, algo que siempre me ha fascinado (aunque ahora no esté en auge).

Y no digamos nada de “¿Qué dice usted de después de decir hola?”, de Eric Berne, magnífico tratado de psicoterapia. Admitamos que con ese título no puede ser un libro serio y, sin embargo, es estudiado en muchas universidades (me cuentan los que saben que las hay). El libro me encantó pero no quiero que eso desvirtúe mi argumentación para llegar al churro.

Un ejemplo típico, conocido desde nuestros años escolares, es “El Quijote” (título muy abreviado para ahorrar unas cuantas palabras en un título que es de por sí larguísimo y muchas veces no cabe en una línea según sea el tamaño de la letra). Pues bien, es un claro exponente de cómo un título puede estar cargado de mucha semiología. Nunca tuve claro si se refería al Canal de la Mancha o a La Mancha, región española, ahora autonómica que linda al norte con... etc. Y diría más. ¿Sería tal vez un tratado sobre métodos naturales de limpieza?. Bien. Ahora lo sé. Me he leído el libro. Pero convengamos, el título se presta a inequívocos equívocos.

Resumiendo. Unos títulos no dicen nada. Otros dicen mucho pero invitando a la confusión.

Todo este prólogo viene a cuento de una historia real, a la que se le ha puesto un título incuestionable. La historia de “El hombre que desayunó un churro” es clara. Podrá gustar, o no gustar. Hasta podrá dejarnos indiferentes. Pero todo el mundo podrá establecer una relación entre título y contenido.

A fin de poder juzgar por uno mismo, sin presiones, transcribo la historia completa, sin añadidos u omisiones.

“El hombre estaba sentado, con la mirada distraída. No recordaba nada de su pasado y, por su abstracción, tampoco parecía percibir el presente.
Algo, y no supo qué, le desvió de su abstracción y se encontró frente a un plato con un churro. Lo tomó con sus dedos pulgar e índice de la mano izquierda, era zurdo. Lo miró detenidamente y, por un momento, vio una taza con café humeante. No, era chocolate, pero él no lo percibió. Maquinalmente, introdujo el churro en el café caliente y se lo llevó a la boca. Lo masticó parsimoniosamente y entró... volvió al estado de abstracción inicial. No llegó a ser consciente de si había llegado a deglutir el churro. Se supone que lo hizo. El ya no estaba en el presente, pero tampoco en el futuro”.


Bien, de esta historia se deduce que conscientemente o no, el hombre desayunó un churro. Se debe precisar que la exactitud de la palabra “desayunó” es debida a que el autor de la historia da fe de que lo acontecido sucedió a las ocho horas y diecisiete minutos.

En cuanto al sexo, masculino, era una evidencia. Y respecto al churro, éste tenía todas las cualidades para serlo, aunque no se le hubiera espolvoreado azúcar por encima. El empleo del singular es también obvio. Era un churro, no dos ni tres o cualquier otra cantidad. Para despejar dudas, el autor se tomó la molestia de inmortalizarlo en una fotografía, a modo de notario mayor.

Concluyendo. Esta es de las pocas obras de la literatura universal, que haya encontrado, en la que existe una correspondencia exacta entre el título y lo relatado. Cierto que hay algunas concesiones a lo superfluo, para rellenar un poco y hacer la obra algo más extensa.

Desde estas líneas deseo felicitar al autor por el acierto obtenido. Nadie podrá llamarse a engaño cuando acuda a las librerías. Comprará el contenido exacto.
*
*
174 - El hombre que desayunó un churro - OVNM/080529/
fotografía: un churro para un hombre

música: escuchas a Porcupine Tree en Trains, casi seis minutos de buena música

20.4.08

155 - El desahucio

*
Me paré. Me quedé mirando. Mirando la casa. No me di cuenta y... estábamos los dos mirando su casa. Eran dos miradas distintas. Yo trataba de encontrar la fotografía escondida. La mía era una mirada ausente. La suya, intensa. Era la mirada de unos ojos de fuego.

En una esquina, una gata negra amamantaba a unos famélicos gatitos y tres gorriones buscaban unas migas entre los hierbajos.

Miraba. Él miraba lo que había sido su casa hasta anteayer. No habían pasado ni cuarenta y ocho horas. Más tarde habría de comentarme que hacía 44 horas que lo habían desalojado. Y allí estaba plantado, con todas sus pertenencias puestas. Ni una simple maleta donde guardar algún recuerdo. Bueno... sí. Lo que tenía al lado era una de esas maletas de la posguerra, cómo de lona con unas rayas rojas y cantoneras de lata pintada de un color marrón desgastadas por muchos viajes. Y sí, si tendría sus pertenencias. Pero pocas podrían ser. Seguro. Serían pocas.

Dos de los gatitos miraban con curiosidad a los gorriones. Coches veloces apenas se interponían entre nuestras miradas. Las miradas. La ausente y la de fuego. Y la mirada de la casa que miraba nuestras miradas. Todo eran miradas.

En el primero derecha vivía Asunción. No vive ya, murió de una neumonía el pasado invierno. Cuando Asu era joven, tenía su balcón lleno de geranios. Todos, todos, de color rojo. Bueno, no. No. Uno, y todos los años uno, era blanco. Le gustaba explicar que, para ella, representaba la juventud perdida, y con ella, la pureza. ¿Y el rojo, señora Asu?. No, el rojo es distinto. Es la pasión que todavía conservo, y quiero conservar. Es la sangre derramada, que he visto derramar de una forma estúpida cuando era joven. Es el fuego, que espero que me caliente en días venideros. Es el color de la esperanza...
No señora Asu, creo que usted se equivoca, el de la esperanza, es el verde.
No hijo, el de la esperanza en un mundo mejor, más solidario y justo. El color de la esperanza es el rojo.

En el primero izquierda... El primero izquierda estaba... estuvo habitado por Merche y su hijo. Habían llegado juntos hacía siete años.
Y el padre del niño, ¿dónde está?. Que no, que el niño no necesita padre, decía seria. Y debía ser así, dado qué, por criterio unánime de la vecindad, era un niño perfectamente educado. Se le veía sensible, delicado, fino. Pausado en el hablar, entonación correcta y voz baja. Parecía extranjero, decían en la vecindad. Claro, la vecindad tenía la vaga idea de que los niños extranjeros no eran tan chillones y faltones como los de estos lares.

¿Y ahora? ¿La gata? ¿Se había ido?. Lo gorriones continuaban allí. Y tres palomas. Una gaviota sobrevolaba amenazadoramente. Las palomas la miraban de reojo. La sabían enemiga.

Me parecía que hablaba sólo, o que tal vez me convertía en un interlocutor invisible. Seguía contando. Tenía los ojos húmedos, enrojecidos pero serenos, ahora, que se le estaba apagando el fuego. Tenía los ojos de la aceptación de una causa perdida, los ojos que sabían ver que nadie se molestaría por ellos, por unos viejos de nada.

Y en el Segundo Derecha estaba, sola, Pura la viuda. Viuda desde muy joven, viuda de un sargento del Ejército de Tierra. Contaba cómo en el 57, luchando contra los moros de Sidi Ifni, le reventó en las manos una de aquellas granadas atadas con alambres. Y contaba las historias de esa guerra. Decía ¿y vosotros que sabéis? Mi Lisardo me escribía unas cartas aterradoras. El sofocante calor del día, el helador frío de las noches, ¿qué sabéis del desierto? Decía. Ahora sólo veis postales, pero mi Lisardo tenía que andarlo con aquellas alpargatas. Era duro, me contaba, y eso no lo mitigaba nada, ni siquiera aquellos cartones de tabaco, cajetillas, o cigarros sueltos que les enviaban desde Canarias. ¡Ah! Y el coñac. La radio se pasaba todo el día pidiendo para nuestros soldados que estaban haciendo una guerra. Mierda de guerra, ¿y que hacía el generalísimo? Nada, no les daba ni armas ni nada. Y la radio poniendo discos dedicados. No les daba nada. Nada. Era increíble, no les daba nada. Pero no, los moros estaban allí, disfrazándose con pieles de corderos, los muy cabrones. ¿Y el Hospital Militar? Siempre llegaba alguien nuevo. ¡Que mierda sabéis vosotros!
Por favor, Doña Pura, no se nos enfade. Eso fue ya hace mucho tiempo.

Se sentó sobre el borde de la maleta, que se plegó ligera y silenciosamente. Debía estar casi vacía. ¿Qué llevaría dentro? ¿Cartas de su juventud? ¿Pequeños recuerdos de historia condensada? Sí, creo que... seguro, que llevaría toda su vida.

Pasó el autobús. El 5. Lleno de gente con casa.

Me miré. Miré hacia mi interior y vi mi casa. ¡Cuántas cosas inútiles! Y, entre ellas... ¿tendría suficientes cómo para llenar una pequeña maleta?. Me sentí desazonado.

Musitaba. Entrecortadamente decía algo. Algo del Segundo Izquierda. Ahora caí en la cuenta de que tenía una cabeza ordenada. Repasaba su casa, sistemáticamente.

Estaba doña Isabelita. Aquella agradable señora, rubia blanquecina, de ojos azules y mirada clara, la que tenía siete hijos, ahora seis de ellos colocados y casados. El cuarto le salió mal. Ella, de natural oronda, no parecía preocuparle nada. Sebastián subía hasta el último piso y, en el rellano, se liaba un poco de yerba. Era pacífico. Bajaba a casa, algo atontado, y no hacía nada. Sacaba los perros a pasear. ¿No lo he dicho? Sebastián era ese hijo no colocado, no casado, él que le salió mal. Eso era todo. Doña Isabelita era feliz. Su marido había ganado bastante dinero pero le quedaba lo justo. Casi nada. Lo había dilapidado, se contaba, en el juego y mujeres. Lo del juego era conocido, se sabía en dónde se lo jugaba. De las mujeres... nadie pudo probar nada. Pero la felicidad de Doña Isabelita consistía en que era Doña, una señora, querida por toda la pequeña comunidad. A ella acudían en busca de consejo. Criar a siete hijos, una era hija, le daba una autoridad moral indiscutible.

En el rellano, arriba, donde lo de Sebastián, había una buhardilla. Normalmente nadie la ocupaba pero, de vez en cuando, aparecía una pareja de jóvenes y pasaban unos meses. En los últimos tiempos estuvo vacía. No tenía cerradura y los vecinos subían a dejar cosas que les estorban en sus casas, que eran muy pequeñas. Y cuando llegaba la pareja de jóvenes, sin escándalo de ninguna clase, se vaciaba todo, se llevaba a la basura y nada había pasado. Sebastián controlaba parte de lo que sucedía. En esos momentos, no fumaba. Ejercía la autoridad sobre su territorio pese a que nunca había traspasado aquella puerta sin cerradura.

Está la gata de nuevo. Toma el sol. Los gatitos no se separan más de tres metros.

Le dije que si tenía casa nueva, o lugar a donde ir. Casi sin mirarme, me contestó que no me preocupara, que sus problemas se acabarían pronto. Viendo mi cara de sincera consternación, se apresuró a decirme de nuevo que no me preocupara, que no iba a hacer ninguna tontería. Y le creí.

Remigio, el zapatero, ocupó una esquinita del escaso portal. Allí estuvo hasta que los nuevos tiempos trajeron la tecnología. Él decía que la “tenica” nunca sería igual que su trabajo manual, esmerado y pulcro. Nunca pudo adaptarse a los artilugios mecánicos, solo leznas, cuerdas, pegamento y poco más era su industria. Nunca llegó a entender la razón de que los nuevos zapateros hiciesen llaves. No andaba nada bien de salud. Un día desapareció. Nadie supo lo qué había sucedido. Se especulaba con que una hija había venido para llevárselo a una residencia que las Hermanitas de la Caridad tenían en Palencia, en los alrededores, o por ahí.

Estaba intentando retener lo que me estaba contando cuando me dijo que perdonase, que tenía que marcharse, que había sido muy amable por haber estado charlando con él. Cogió la maleta, hizo una ligera inclinación de cabeza. Giró lentamente y, con paso cansado, se fue calle abajo.

Lamenté no haber hablado más tiempo con él. Quizás tuviera muchas cosas que contar. Dándole tiempo, me hubiera dado una visión completa de los tiempos que le había tocado vivir. ¿Qué sabía yo de esos tiempos? ¿Y mi maleta? ¿Tendría algo para guardar en ella?

Triste, pero al tiempo alegre, también me fui, sabiendo que el hombre de la maleta nunca haría una tontería. Seguro que tendría muchas razones para continuar viviendo.
Los gorriones se habían ido. Una gata, tres gatitos, algunas palomas, una gaviota... acompañaban a aquella casa. Pero no por mucho tiempo. En un lujoso despacho, del piso 13, unos hombres con maletines hablaban apresuradamente.


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texto: El deshaucio - OVNM - 080420
fotografía: @444-FB-071022-3066-El Desahucio
música: Dead Can Dance - Summoning of the muse


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6.4.08

150 - Dos niños en Milán






Estaban ajenos al mundo. Ensimismados en sus negocios. Ya habían comprado y vendido todos los automóviles de gama alta. No les importaban los lujosos y caros escaparates a su espalda.

Sus madres, apaciblemente, charlaban acerca de las últimas noticias recibidas de Sudamérica. No eran las dos del mismo país, pero estaban unidas ahora por un lazo solidario más fuerte que el amor.

Llegaban los ecos de ese senador, senador de Berlusconi, que en la plaza del Duomo vociferaba promesas con fecha fija de incumplimiento.

Las dos madres seguían con su conversación en tanto que dos cochecitos, con sendos niños, se miraban enfrentados. Ambos niños trataban de balbucear cuatro palabras en italiano.

Bolsos de 700, zapatos de 600, cinturones de 90… llamaban desde los escaparates, pero ellas conversaban con una cadencia melosa en tanto que el sol acariciaba sus rostros curtidos en aires de otras latitudes. Sus cuerpos reflejados en esos escaparates no estaban hechos para esas mercancías… o eso era lo que ellas creían.

Cientos de Canon y Nikon llevaban colgadas a otros tantos japoneses y japonesas por los tejados del Duomo. En Vittorio Enmanuelle, había filas de disparos de flash en el aire, que jugaban a ser pequeñas tormentas de rayos surcados por dos docenas de helicópteros con mando a distancia que, recién llegados de China, eran manejados por gentes de tez cenicienta.
Miles de Canon y Nikon llevaban colgadas a otros tantos japoneses y japonesas por toda la ciudad.

Dos niños ajenos a todo manejaban los hilos del futuro, en tanto que una camarera etíope, con finas manos y huesudos dedos, servía una lasaña en el restaurante cercano y aprendía dos palabras de español.
Dos niños ajenos a todo manejaban los hilos del futuro en tanto cientos de cilindros de plástico transparente encerraban rosas que buscaban una mirada de gentes con prisas.
Dos niños ajenos a todo manejaban los hilos del futuro en tanto una veintena de paraguas, en un día soleado, se abrían y cerraban con un sonoro sonido reclamo de ave en celo.

Ronroneaban los tranvías. El cielo tejido de cables enredaba en el mármol rosa del Duomo. Cientos de Harley Davidson descansaban, envueltas en cueros negros y adornos de plata ocupados por gentes de aspecto amenazador y semblante bonachón, con brillos refulgentes que deseaban apagar al sol. Y el Sforzesco les miraba en tanto a sus espaldas una multitud abrazaba la hierba con sus cuerpos cansados.

Dos vírgenes nórdicas manejaban un plano gigante que se elevaba como una vela empujado por un aire inexistente cerca del Palazzo Reale.

Del Teatro alla Scala emanaba un aria que solo se oía con la imaginación. Y aquella señora muy gruesa, con cara sonrosada, mientras cantaba, simulaba ser un alma tísica… pero los dos niños no se extrañaban de la potencia de su voz, ajenos al mundo como estaban.

Torbellinos de humanidad yendo y viniendo en los alrededores de la Stazione Nord. Otro tanto en la Stazione Centrale. Otro tanto en todos los lugares.

Dos niños ajenos al mundo. Conversando de lo realmente importante. De sus cosas.
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:::Post 150 - OVNM 049/080406 – Dos niños en Milán
:::foto: 080405-C5613 - Dos niños en Milán - Canon S3IS
:::música: María Callas - Caro nome
:::enlace: La Mirada Ausente - Brillo en Milán

23.3.08

144 - ¡Corre!


Me lo explicaron claramente.
Estuvieron dándome ánimos hasta el último momento. Y después, también.
No te preocupes. Tú, corre. Corre como si perdieras la vida. Solo deja la línea blanca a la derecha, no la pises, y si la pisas, no te preocupes. ¡Corre!

Me trataban bien. Me sentía tranquilo. Me dijeron: ¡Ahora! ¡Ya! ¡Corre!


Lo hice. Vaya que sí lo hice. Y me sentí muy satisfecho. Conseguí no pisar la línea blanca, solo el suelo de arena rojiza. Eso sí, me sorprendí mucho, muchísimo, cuando después de haber corrido tanto me encontré con ellos otra vez. ¡En el mismo sitio! No lo entendía, pensé que no habría de verlos nunca más.

Levanté la mirada y había otros como yo, sudorosos, cansados. Todos tenían una línea blanca a su derecha, como yo. ¡Ah! ¡Sorpresa!, también tenía una línea blanca a mi izquierda.

Creí percibir una pequeña diferencia. Ellos, aparte de cansados, parecían tristes.

Y mientras observaba esto, me sentía zarandeado, aplastado, abrazado, empujado… Los gritos a mí alrededor no me dejaban entender nada… pero parecían decir ¡ánimo chaval!, ¡has ganado!


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texto: Corre - OVNM 070930/080323
fotografía: @444-FB-071124-3840-Anillos
música: Lisa Gerrard - Biking home

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8.3.08

136 - Él, no quería





Me lo explicaron claramente.

Él, no quería.

Su padre había sido maletilla desde muy joven y, a base de mucho tiempo, había llegado a ser mozo de espadas de uno de los toreros más famosos del país del toreo.
La posición del padre, y los largos años de vida alrededor del coso, le habían facilitado tejer un entramado complejo de amistades, afectos y conveniencias.

Él, no quería.

Su padre, dentro de la más legítima aspiración que puede tener un buen padre, deseaba que Rafael llegara a ser lo que él nunca hubiese conseguido, pero si soñado. Sí, soñado, porque su vida entera era un sueño. Se veía, en Rafael, lidiando en Las Ventas, La Maestranza... en todas.

Pero él, él no quería.

Su padre, Manuel, puso todos los medios. En su pequeña casa, en el campo, aprovechando al máximo el mínimo espacio de que disponía, se hizo una pequeña plaza para tientas, a base de tablones de obra, palés y otros restos similares. Incluso, al principio, se hizo un toro con un carrito de la compra de un supermercado, eso sí, convenientemente relleno de papeles de periódicos, con noticias del toreo, y forrado con pieles de distintos animales. Tener una piel de toro hubiese sido su deseo.
Allí, en aquella desastrada plaza, recibió Rafael sus primeras lecciones, de la mano de su padre, y de gente de las plazas que venía a comer las migas que, con nivel de excelencia, preparaba su madre, Doña Remedios.

Rafael, mientras, no quería. Seguía con sus estudios. Así pasó la primaria, secundaria, bachillerato... universidad. Ya era casi antropólogo, su sueño desde tempranas edades.

Manuel, Manolillo para los amigos, continuaba trayendo a su casa toda clase de gente, del mundo del toro por supuesto. Todos hablaban con Rafael. Todos argumentaban. Recibía teoría y práctica, ésta, muy bien explicada por los comentaristas taurinos.
No. No quería. El no quería.

Siempre se había distinguido por una especial sensibilidad que tal vez explicase el hecho de que fuera ecologista, naturista, vegetariano, pacifista... defensor de los derechos de los animales. Sin poder decirlo, casi ni pensarlo... odiaba el mundo del toro.

Y la vida continuó de aquella manera. Él, no quería. Manuel, persistía. Remedios, haciendo migas.

Y llegó el día. Manolo había conseguido una plaza de toros de verdad, con toros de verdad. Él sería el mozo de espadas... y sería su día de gloria, en la persona que más quería: su hijo.

Ya se veía en las noticias, en todos los medios, en la televisión, la radio, los periódicos... en los foros taurinos. Rafael había triunfado. Él había triunfado. Un día apoteósico. Todas las orejas todas. Todos los rabos todos. Miles de objetos al ruedo: peinetas, sombrillas, almohadillas, flores, puros...

Y sí. Sí fue la noticia en todos los medios de comunicación. Hasta trascendió al extranjero. Miles de vídeos fueron colgados en You-Tube. Todos, todos contaron con que gala y donosura había salido al centro de la plaza, y como había esperado al primer toro. Todos contaron su elegancia al dejar la muleta en el suelo y tender, delicadamente, la capa sobre ella. Todos contaron...

Todos contaron como, con una serenidad asombrosa y una tranquilidad difícil de explicar, según las circunstancias, se había dejado empitonar desde la ingle hasta el fondo de su alma... ahora ya libre.




texto: El no quería - OVNM 070930/080318
fotografía: @444-FB-080106-4330-Liberación en la plaza