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Después de la guerra. Después de los muertos y los tullidos. Saliendo del hambre y la miseria. Con los odios a flor de piel. El odio de los vencedores.
Una aldea perdida en las montañas.
Aurelio.
Malas comunicaciones. Desde la capital más cercana… primero el tren, el lento y traqueteante tren de madera. Luego, el autobús local de nombre tan rimbombante. La Conveniencia. Por fin, media hora andando entre caminos, atajos y veredas, que atravesaban bosques y claros.
Aurelio.
Pocos habitantes salían o entraban en la pequeña aldea. Para acceder a la misma… aquellas andaduras a través del bosque que, refrescantes en verano, te permitían disimular la dureza de la ascensión del camino, pero se tornaban tristes y húmedas en los cortos días del invierno.
Antes de llegar, el tren serpenteaba el río de los furtivos y le devolvía, en algodones de vapor, el agua abajo hurtada. Robles y castaños se vestían de gala en otoño y tapaban, con sus hojas, los cepos de otros furtivos. El autobús dibujaba líneas onduladas cosiendo la montaña, líneas como aquellas que Doña Enriqueta, mandaba dibujar en el pizarrín rajado en las esquinas.
Aurelio.
Lejos, mientras desvencijadas botas protestaban por los guijarros del sendero, humo de leña seca pintaba nubes en el cielo verde por el destello de las altas praderías. Caballos semisalvajes corrían al trote, emulando a aquellos otros que jamás verían en la sábana blanca de luz propia. Besos robados y tiros, en 36 milímetros de celuloide.
Aurelio. De edad imprecisa. Tal vez 58. Tal vez 68. Imposible de calcular.
Paquita, la coja, sacaba el vino verde, recién ordeñado y turbio. Vino arañado a las laderas. Y una ristra de chorizos por ella enhebrada... y una hogaza de pan hecha por la abuela. Corteza dura para afilar cuchillos y roer parsimoniosamente. El viajero ocasional… merendaba. Mientras, oía lo que se contaba.
Aurelio vivía con una familia completa. Un matrimonio con sus cuatro hijos, los abuelos, y aquel hermano deficiente de Paquita, la coja, que ellos decían era subnormal. No sabían que ya no se decía subnormal.
Aurelio y esos nueve no formaban una decena.
Todavía quedaba más, montaña arriba de aquellas humildes casas. Mirando hacia arriba, hacia el reino del buitre, conocían todo lo necesario para organizar el día. Unas primeras nieves solicitaban la revisión del leñero (la leñera decía Aurelio… cuando hablaba, que casi no hablaba)
Nadie sabe cómo llegó a aquella aldea. Ni siquiera su adoptiva familia podía recordar cuándo había entrado en su existencia. Tampoco él lo sabía.
La cuadra
La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. Allí estaban aquellas nueve vacas. La Amarela, la Parda, la Canela, la África, la Ceniza, la Rubia, la Aurora, la Esmeralda y, por fin, la Margarita. Todas ellas, las nueve, atendían por su nombre y con ellas no era necesaria la aguijada, aquel palo con un clavo en la punta para azuzarlas. ¿Azuzar a esas preciosas vacas con nombres tan evidentes? La África tomó su nombre de una sobrina del abuelo, llamada América, fruto de la emigración. Así era él, que se callaba que la Margarita venía de una antigua novia que tuvo cuando hacía el servicio militar en Melilla.
La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. De aquellas nueve criaturas, dependía el sustento de otras nueve criaturas, dejadas de la mano de Dios. Allí se ordeñaba, allí se parían los terneros que supondrían un ingreso extraordinario en tan mermada economía. Allí vivían los futuros chorizos y morcillas…
La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. Allí, en el rincón del fondo, a la derecha, debían dejar su tributo todos los miembros de la familia. No sabían de las comodidades de las ciudades pero, al fin y al cabo, no tenía que salir a hacerlo bajo las inclemencias del tiempo, en los días duros.
La cuadra era uno de los lugares más importantes de la casa. Allí vivía, en esa cuadra, Aurelio. Al fondo. A la izquierda, al lado de la pareja de sonrosados cerdos con fecha fija de caducidad. Sonrosados que no sabían de la función de aquellas ramas secas, de arbustos seleccionados, que pronto habrían de quemar su piel.
Aurelio no hablaba. Por las mañanas, salía de la cuadra y se sentaba frente a la casa en un banco de piedra de granito cara al sol… los días que no llovía. Pronto, la abuela le acercaba un tazón desportillado de sopas de pan sobrante con leche entera, sin colar siquiera. Lo tomaba con calma. Dejaba el tazón y la cuchara de aluminio sobre la piedra y se marchaba. Y si llovía, se sentaba en otro banco de granito bajo la balconada del este, por donde no venía el agua.
Niños harapientos y niñas remendadas, limpios de ropas limpias por el clareo del sol sobre la hierba del río cercano, se encaminaban hacia la escuela. En aquella primera planta, suelo de castaño y grandes grietas que permitían divisar la calefacción animal, proporcionada por otra cuadra, recitaban la tabla del siete, los ríos de España, y las letanías de Nuestra Señora. Aurelio lo sabía y echaba miradas huidizas. Al salir de la escuela, y puntualmente, se asomaban a la gran pradera desde donde podían ver, al otro lado del valle, una ascendente carretera de barro. Iba a pasar el coche de línea y podrían ver algo del polvo que levantaba, oír un lejano ronroneo y, con mucha suerte, el sonido de una aguda bocina. Era un ritual a cumplir todos los jueves, jueves de La Conveniencia.
Tañe la campana. Toque de muerto. Seis. Una mujer. Se supone que Aurelio lo oye desde algún lugar. No. Aurelio no entra en la iglesia. Nadie recuerda haberlo visto nunca allí. Don Jacinto, tan puntilloso él, jamás se atrevió a decirle nada. Él, que jamás permitió que nadie moviera una azada, una pala de pinchos, una carreta de bueyes… en el día del Señor, aunque se perdiera la cosecha por el granizo, la tormenta, el viento huracanado… Él, jamás le dijo nada.
Se decía que Aurelio se perdía en el bosque de hayas, en el gran hayedo del noroeste y que allí hablaba con deidades extrañas. Nadie lo encontró nunca en el bosque. Ni en ningún otro lugar.
No aparecía por el banco de granito hasta después de la hora de comer. Se sentaba y esperaba. Siempre había alguien que le ofrecía una calada de negro tabaco, cuando no… un cigarro completo, liado con los restos de las apuradas colillas. Jamás dijo gracias.
Con la caída de sol y con otro tazón de leche con sopas que le ofrecía la abuela, se retiraba al fondo de la cuadra, no sin antes haber comprobado que todos los miembros de la familia habían pasado por el otro rincón, al fondo a la derecha. Entonces, se tumbaba en su cama, de hierba seca apelmazada por el paso de su historia.
Una bombilla de 25 watios, cuando estaba encendida, alumbraba su existencia. Un ventanuco mínimo, le anunciaba la salida del sol.
Ninguno de los cuatro hijos de aquella familia adoptiva habló con él. Sólo le sonreían. Ninguno de los niños del pueblo habló con él. Sólo le sonreían. Ninguno de los niños se rió de él, ni le tiró una piedra como hacían con otros. Ninguno de los perros del pueblo le ladró (los perros no le olían). Ni los perros de los cazadores, que ocasionalmente paraban en una tienda-bar cercana (no le olían). Tampoco la Guardia Civil hizo pregunta alguna sobre él. Todo el mundo le conocía. Más tarde, todo el mundo supo que no le conocía.
Un día, cuando la abuela salió con el tazón de leche, Aurelio no estaba. Ella dejó el tazón sobre el granito y se fue a hacer mantequilla con la nata recogida, durante varios días, de la leche de las vacas, de las vacas preñadas. Batió y batió. Lavó. Y en un trapo envolvió… Tendría para algunos días. No muchos, que a todos les gustaba en una rebanada de pan con algo de azúcar. Y un poco guardaría para introducir en unas manzanas, a asar pronto.
El tazón tenía la leche ya fría. Unas moscas recorrían el filo de la desportillada taza asomándose curiosas a ambos lados de su precipicio. Una tropilla de niños regresaba de la escuela. Les había hablado de los moros y Don Rodrigo. Y de Viriato. Y de Bellido Dolfos. Y de un Caudillo valiente con un manto de armiño y espada en las manos… Y de que Don Jacinto les esperaba por la tarde para algo del Purgatorio y del Limbo (del Cielo y del Infierno les había hablado el jueves anterior)
Comentó, con su hija, algo acerca de Aurelio. Ambas pensaron que estaría en el hayedo, con las hojas ahora amarillo rojizas contrastando con el intenso verde de tejos y acebos.
Encontraron a Aurelio sobre su cama de paja. Tendido sobre su espalda, con las manos sobre el pecho, sus dedos entrelazados y con los pulgares apuntando hacia sus ojos, ojos que despedían una luz especial. Una sonrisa incipiente que podría adelantar una gran carcajada.
No hubo gran sorpresa. Muchos dijeron que ya era muy mayor. Otros, con misericordia, dijeron que para vivir tal como vivía había tenido mucha suerte yéndose así, en paz (lo que les parecía). Otros más, comenzaron a hacerse preguntas acerca de su origen y su pasado, preguntas para las que no hubo respuesta alguna.
En la casa, sí hubo algo de revuelo. Después de tantos años compartiendo la cuadra, las deyecciones de las vacas y humanas, las moscas y el olor, los dos tazones de leche diarios… se preguntaban si Aurelio era un miembro de la familia.
Sí. Hubo consenso. Lo era.
Los dos hombres de la casa llevaron su cuerpo a la mejor habitación que tenían y lo depositaron sobre la cama que, previamente, habían cubierto con unos cortinajes.
Las dos mujeres de la casa le desnudaron para proceder a arreglarlo un poco y hacerlo más presentable a las visitas de todos los convecinos. La sorpresa fue tremenda.
Desnudo, tal como vino al mundo, observaron su blanca piel, blanca hasta el extremo de emular a las nieves de Guijarrón, el pico que presidía el pueblo. No solamente eso. Después de tantos años viviendo en la cuadra, su cuerpo no olía. Olía a… ¡nada! Los perros no le olían. Ahora lo entendían. Por otra parte, su ropa, andrajosa, estaba absolutamente limpia. Al tratar de peinarlo, su lacia negro azabache cabellera… estaba ¡limpia!, no había liendres o piojos como algunas veces tenían ellas y los niños. Otro tanto pasaba con su larga barba que, ¿quién se la cortaba? Observaban, ahora, que tenía siempre el mismo tamaño.
Aurelio, sobre la cama, estaba separado por una puerta de doble hoja, con cristales translúcidos, del comedor de la casa donde, ahora, estaban muchos convecinos tomando unas viandas y conversando sobre el muerto. Era una conversación simple, ya que todos estaban de común acuerdo en que no sabían nada de él.
Los niños del pueblo habían subido a los aledaños de El Guijarrón, desde donde se podía ver el mar en los días claros. Y ese día, era un día especialmente claro.
Don Jacinto, mandó tañer la campana… con el tañido propio de un hombre.
Podría acontecer, y acontece, que esta historia esté basada en hechos reales.
Las localizaciones pudieran estar en cualquier pueblo de montaña
de Cantabria, Asturias o Galicia.
Es probable que algunos de los personajes todavía vivan
///Post 208 OVNM202/081127 - Aurelio el limpio
///fotos: 1/ A los pies de Cucayo - 2/ Subida a Tresviso
///fotos: 3/4 Ventana y Tejado en Cucayo (Todas en Cantabria)
///música: Thomas Newman - Any other name (Cualquier otro nombre)
///English version: Aurelio the Clean
///fotos: 1/ A los pies de Cucayo - 2/ Subida a Tresviso
///fotos: 3/4 Ventana y Tejado en Cucayo (Todas en Cantabria)
///música: Thomas Newman - Any other name (Cualquier otro nombre)
///English version: Aurelio the Clean